sábado, 30 de mayo de 2015

Los votantes han dicho...

   Entre notas medias, evaluaciones finales, informes de asignaturas pendientes y otras cuestiones perentorias, voy cazando al vuelo las declaraciones de algunos líderes de partido. "Los votantes han dicho" empiezan muchas de estas peroratas con tono estudiadamente convencido -que no convincente- de intérprete iluminado... Y entonces una se acuerda de aquel traductor del funeral de Mandela.  ¡Qué Dios nos coja confesaos!

Ilustración del s. XIV para el relato popular en el que el mozo de un ciego le hurta vino con una cañita larga (antecedente claro de un episodio de El Lazarillo)

domingo, 17 de mayo de 2015

Mala poesía

   Estoy empezando a pensar que hay muchas formas de escribir un mal poema. Una muy concreta pasa por el uso de la adjetivación: el poema malo propende a la adjetivación útil, es decir, a la que responde a aquello que el poeta en cuestión considere "poético, " y eso cambia con los tiempos, claro.  Para los más tradicionales, la adjetivación útil en términos poéticos es la consagrada por la recitación conocida  (que en estos días sería algo así como escribir "gentil", "purísino", "pálido"... con cierta frecuencia); para los iluminados por el surrealismo, la adjetivación útil es la irracional (y a modo de ejemplo aquí cabría cualquier despropósito, cualquiera, que en eso consiste la cosa). Un poema decente, sin embargo, nos pide su adjetivación única, quiero decir, aquella que califique imprescindiblemente la realidad hasta hacerla ella misma, hasta señalar su singularidad reconocible, hasta iluminarla con la luz sólo suya, la luz que la haga nueva no para el lector, sino nueva respecto a la manera de ser nombrada; debe ser la que señale lo que el lector conocía sin saberlo, lo que provoque la revelación de la cualidad que ya era para esa realidad única.
 Sí, estoy convencida, hay muchas maneras de escribir un mal poema, pero, entre ellas, la adjetivación es una de las más evidentes.
Duy Huynh

domingo, 3 de mayo de 2015

"Azolaores"

  E. está de obras en la casa. Durante las dos tardes que él debía impartir sus clases en la Facultad he estado allí, de guardia, abriéndoles la puerta a los que tenían que trabajar y dejando la casa cerrada cuando terminaban; cuidaba también de que los cartones que tenían que proteger el suelo protegieran realmente el suelo y de que el polvo no se extendiera más allá de lo razonable. Lo malo es que en ese escaso periodo de tiempo, aún no sé bien cómo, me las he arreglado para dejar a E. sin impresora, desincronizarle los canales de la tele y estropear definitivamente el calefactor, que aún se agradecía los primeros días de la semana pasada. Todo en dos tardes.  Pero la experiencia ha tenido su parte buena y ésta ha sido la alegría de ganar un vocabulario bellísimo: he conocido brevemente a José Manuel, nuestro Jefe de Obras, y con él a toda su cohorte de, no ya albañiles, electricistas, carpinteros y especialistas en cubiertas, sino también de perliteros y -el oficio cuyo nombre más me ha gustado- soladores. Sobre todo me gustó la palabra dicha por él: "azolaores", que me pareció decir el oficio de quienes atraen aves extrañas, o el de cantaores de un palo del flamenco; o, aún mejor,el de los encargados de extender sábanas al viento para hacer olas sólidas e inquietas. 

                            Kaspar Melberger el viejo