No me cabe la menor duda de que las palabras son los ladrillos del pensamiento, que es verdad que dar nombre a las cosas significa conocerlas y, con ello, darles existencia concreta en nuestra vida sacándolas del magma de lo impreciso. Sí, sí, lo sabemos desde siempre, y el autor del Génesis -hace queseyó cuántos cientos de años a. de C.- representa con una belleza y simplicidad asombrosas cómo emerge el mundo a partir de la nada por medio de la palabra, o cómo el primer hombre lo reconoce -y lo domina- dándole nombre a cada ser vivo.
Todo eso es verdad, pero esa misión de conocimiento la cumplen las palabras dentro de nosotros. Sin embargo, cuando la palabra sale, ah, eso ya es otra cosa. La palabra que respira desde nuestra boca, la que empieza a temblarnos en el pulso para permanecer fuera de nosotros, tiene ya otra querencia más fuerte. Las palabras tienen vocación de acogida y no saben estar a la intemperie... Son flechas que buscan su reposo, puentes que exigen otra orilla. Por eso no comprendo en absoluto a quienes dicen escribir para sí mismos. Decía D. Antonio -en un alejandrino divulgadísimo gracias a Serrat- que "quien habla solo espera hablar a Dios un día"; yo añadiría: "y quien escribe para sí mismo espera escribir para alguien pronto".
Todo eso es verdad, pero esa misión de conocimiento la cumplen las palabras dentro de nosotros. Sin embargo, cuando la palabra sale, ah, eso ya es otra cosa. La palabra que respira desde nuestra boca, la que empieza a temblarnos en el pulso para permanecer fuera de nosotros, tiene ya otra querencia más fuerte. Las palabras tienen vocación de acogida y no saben estar a la intemperie... Son flechas que buscan su reposo, puentes que exigen otra orilla. Por eso no comprendo en absoluto a quienes dicen escribir para sí mismos. Decía D. Antonio -en un alejandrino divulgadísimo gracias a Serrat- que "quien habla solo espera hablar a Dios un día"; yo añadiría: "y quien escribe para sí mismo espera escribir para alguien pronto".
Monet