miércoles, 14 de octubre de 2015

Alborada

  Suena el despertador y E. se incorpora como un resorte bien ajustado: a la primera nota de la musiquilla de la alarma, ya está sentado y con un pie dentro de la zapatilla. Yo, en tanto, soy consciente de esa actividad aún desde mi túnel obstruido y oscuro, y, a diferencia de él, voy entrando en acción al modo de las babosas, esto es, arrastrándome hacia el borde de la cama sin que gran parte de mi cuerpo consiga despegarse del colchón. Con el cuello, desde luego, no puedo contar para que levante la cabeza -¿asunto de cervicales?-, los párpados sufren parálisis transitoria -¿enfermedad neurológica?, ¿legañas de Loctite?-,  y de mi parte trasera ya ni hablamos.  Me parece a mí que los transmisores del cerebro a los músculos del cuerpo, a esas horas, no los tengo yo aún conectados; sencillamente no funcionan. Todos los días intento llegar a la cocina antes de que él salga del baño y ponga el café y las tostadas, más que nada por vergüenza torera... Los días que llego antes y le gano la partida ha sido a costa de varios cardenales por las "camballadas" del trayecto.






                    Dalí





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