jueves, 10 de julio de 2014

Maneras de mirar (14): Juan Lamillar y una de sus fotos

  UNA FOTO DE SUSAN MEISELAS 

  Ha vuelto la cabeza.
Va descalza.
su marido estrenó unos zapatos
esa misma mañana,
antes de que los guardias de Somoza
lo acribillaran.
Tiene catorce años
y su vestido rojo no la salva
de la pobreza y de la soledad.
Pidió el triste regalo de una caja
para enterrar el cuerpo,
y acabó arrastrándolo en la tabla,
lo más que pudo conseguir,
pena, limosna, lástima.
Ropas sucias. Las cuerdas
adormecen las telas que lo tapan.
Y unas simples baldosas le marcan el camino
hacia el patio trasero de la casa.
Allí lo enterrará,
mientras los helocópteros disparan,
abriendo -"yo solita"- la tierra con las manos
duras y enamoradas,
sangre en las uñas,
labios ya sin palabras,
sólo el grito,
la rabia.
Roja amargura la de su vestido,
que ahora la tierra mancha,
y los zapatos nuevos de su hombre
sucios y quietos después de la emboscada.
Con ellos dormirá,
después de abrir las puertas de la nada.
Y ella, frágil y herida, para siempre sola,
¿hacia dónde dirige la mirada?
Muchacha de Monimbo,
Nicaragua.
                                                                   (Juan Lamillar) 


   Qué magnífico el libro de Juan Lamillar, Música de cámara (Libros canto y cuento, Jerez, 2014) y qué excelente elección de título para estos poemas: armonías melancólicas para fografías que hablan del tiempo, de la muerte, del dolor, de la verdad.

  De este libro reciente he elegido, para mirarlo de cierta manera, un poema especialmente doloroso. 


   A tanto dolor le conviene mucha austeridad de tono porque, en caso contrario, sería muy fácil caer en lo patético. Lamillar sortea muy bien el peligro: tono enunciativo -salvo la escueta interrogación casi final-, en tercera persona, sin profusión de adjetivos, tampoco hay vocabulario tremendista, sólo las imprescindibles "grito, rabia" éstas sin adjetivación alguna, sin exclamación, sin énfasis.  Los versos repiten la métrica armónica más empleada en la poesía del siglo XX, la mezcla de endecasílabos y heptasílabos con otras medidas que recogen su acentuación básica (sílabas 6ª o 4ª) con rima romanceada (suelto, A en asonante), la que tanto usó la generación de los 50 en nuestra literatura; tan sobria es la expresión que las frases se yuxtaponen sin conectores. El poema es la escueta transcripción de unos hechos y el poeta renuncia a decirnos lo que siente, sería obvio, no hace falta. No hay más "yo" en este poema que ese "yo solita" que pone en boca de la joven. Sin embargo, en medio de la narración sintética de los hechos y de la descripción buscadamente externa de ella (su gesto, su vestido, sus manos) dos expresiones sueltas, distantes entre sí, nos adentran discreta y momentáneamente en el corazón de la muchacha: una es cuando le atribuye a las manos el temple y el carácter de la mujer (ya lo hacía Homero, ya lo hizo Virgilio)y escribe: "las manos / duras y enamoradas" componiendo una sinécdoque bellísima; la segunda es el que creo el mayor logro poético de todo el texto: me refiero a cuando escribe que "las cuerdas / adormecen las telas que lo tapan", en esas palabras, en ese verbo, toda la ternura de la mujer, con su pasado de juegos, con su presente de esposa, se nos revela de un golpe en la intuición inconfundible del gesto de acunar y arropar amorosamente a alguien. Y ese es el dolor más grande de todo el poema.

   Lamillar no hace otra cosa que dar palabras a la breve secuencia histórica a la que pertenece una foto que él describe y que no vemos, pero que existe, yo la he buscado en internet, fue tomada entre 1978 y 1979, y es esta:


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