Lo bueno que
tiene ser un escritor contemporáneo reconocido, es que, cada vez que se sienten ridículos, cada vez que meten la pata, cada vez que pasan por tontos… pues lo
cuentan y punto.Ya no tienen que ser estupendos y graves como los autores decimonónicos, ni genios como en el siglo pasado; saben que un lector lo
verá como un personaje simpático: un antihéroe de hoy día; y así queda
sublimada la humillación. Eso debe ser maravilloso, absolutamente catártico: no
sólo se objetiviza de este modo la angustia y el sentimiento de ridículo, sino que incluso se trasciende en literatura –voilá-.
Pues sí, qué
estupendo. A mí me parece reconfortante. Sólo esta mañana: primero, se me han colado dos veces en el despacho del gerente del banco porque a una le da apuro estar pegada a la puerta (que
estaba abierta) que parece que está dando prisa o escuchando las elucubraciones
económicas de quien le precede; pues siempre hay alguien que se pone allí, como
quien está en la cola de la caja y… pues entra antes de que acabe de salir el que
estaba. Algo más tarde, le he escuchado una perorata personal a una señora
porque yo creía que tanta confianza se debía a que, sin duda, yo tenía que conocerla mucho
pero la había olvidado (debo aclarar que mi capacidad para recordar caras y
sucesos se puntúa bajo cero); cuando, al final, la señora reconoce que me ha
contado todo eso porque me vio cara de simpática (y yo, mordiéndome las uñas, que se me hacía tarde, sin atreverme a cortarle la odisea mientras intentaba
recordar quién podía ser; y hace un momento, le he mantenido la puerta abierta
a alguien que salía detrás de mí en el portal de casa y que ni me ha saludado ni me ha mirado a la cara (que una a veces piensa que si, en una de esas juntas a las que no asisto nunca, dan consignas para la mala educación, porque si no no me explico...).
Lleva una unos días de tomaduras de pelo,
tales, que le gustaría ser una escritora contemporánea, de esas de las de
ahora.
Arnie Levin para el Newyorker
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