La semana pasada llovió copiosamente y llevamos ya unos días terribles con este viento seco de levante. Mirándolo desde dentro de mí
misma -que, dicho sea de paso, es el único
mirador desde el que puedo acercarme a las cosas- la lluvia debería pertenecer a la categoría
de las emociones. Me refiero a que, para una persona urbana y
sedentaria como yo, lo esencial de la lluvia no es tanto su naturaleza física,
ni sus contingencias peculiares -como los
pequeños cambios domésticos a los que ésta obliga: el método para secar la
ropa, pongo por caso, o la evitación de un paseo- sino el clima anímico concreto que provoca y
del que se resiente ya cualquier actividad o pensamiento de ese día. Al fin y
al cabo, la lluvia impone un color y una melodía de fondo a las imágenes, una película de corte intimista a la que también le corresponden unos
olores determinados.
Si
me paro a intentar definir la emoción de la lluvia, desde luego tengo que admitir
que se me hace difícil porque la lluvia es una emoción compleja, bastante más
compleja que la mayoría de las que conocemos: la lluvia se compone de muchas
percepciones y es, a la vez, de una peculiaridad única; y si la inclusión de la
lluvia en la categoría de las emociones no ha sido nunca tenida en cuenta ha
sido probablemente porque, de todas las categorías semánticas, la de las
emociones es la que más sufre de los estereotipos y las simplificaciones. No
hay más que ver la simplificación tan aberrante que suele hacerse de otra
emoción igualmente compleja: la emoción
del amor.
¿No me creen?
Veamos: Contra lo que está comúnmente aceptado, el clima anímico de la lluvia
no es exactamente el de la melancolía, aunque la contiene; tampoco se puede
identificar la lluvia simplemente con la tranquilidad, aunque templa los
nervios, ni tampoco con algo más complejo como la fertilidad fresca; pero hay,
además, en la lluvia otro matiz importante como conmoción somática y éste
es la agudización de los sentidos –el
oído y el olfato se vuelven especialmente relevantes-; la emoción de la lluvia comprende
algo así como un estado de sensibilización consciente, una lucidez de las
sensaciones -no sé si me explico- que vienen acompañados de tranquilidad y de
melancolía y de esperanza fértil.
Ya estoy
viendo venir que algunos me dirán: la lluvia provoca la emoción, pero no lo es.
Pues sí, pero ¿cómo podemos llamar a ese cúmulo de matices emocionales tan
amplio y constante que provoca la lluvia?, creo que ese cúmulo de matices tiene
ya entidad de emoción compleja y ¿qué nombre debemos darle?
¿“melancolía-tranquilidad-fertilidad-frescura-lucidezolfativa-lucidezauditiva”?
Yo propongo llamarle “lluvia” y así
abreviamos.
Creo
que ahora estarán de acuerdo conmigo en que en un diccionario ideológico o en
una enciclopedia temática, la lluvia tiene más motivos para aparecer en el
campo de las emociones que en el de los fenómenos meteorológicos. Razones no
faltan.
Óleo de Terry Miura
4 comentarios:
Quizá ayude a entender tu reflexión esto que apuntó Francisco Umbral en su Diario político y sentimental “quizá el tiempo de los filósofos no sea otro que el tiempo de los meteorólogos. El clima me parece la epifanía del tiempo metafísico”.
Un abrazo.
Muy bueno, Suso. Es verdad, Umbral lo vio de manera parecida. ¡Qué honor! ¿Qué te parece si lo resumimos en un lema? ¡A la metafísica por la meteorología! Jajajaja
Todo es siempre más, ¿verdad?
Tienes razón.
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